Me encuentro a bordo de un avión, en un vuelo Roma-Madrid, en un cómodo aparato de los que hacen grandes vuelos trasatlánticos que tienen como escala Roma, uno de esos trayectos que dejan a la ciudad eterna como cruce de caminos entre Latinoamérica y Europa.

Cuando me acomodo y después de consumir el menú de a bordo (eran esos tiempos…), me doy cuenta de que a mi lado viaja un joven sacerdote, de piel oscura, casi mulato, y de rasgos caribeños, muy probablemente venezolano o colombiano, aunque es mi deducción, pues no le pregunto. Es algo gordito, pero tiene un aspecto fuerte y jovial, aunque naturalmente sencillo y humilde.​

Entablamos conversación, y tras preguntarme a qué me dedico, temas familiares, porqué viajo, etc., me veo obligado, aunque con gusto, a ser yo quien pregunte. Evito indagar sobre su trabajo, ya que el clerimam le identifica de forma inequívoca, pero si ahondo en los detalles de su dedicación. Está estudiando, me cuenta, teología en un instituto en el que prepara además su tesis doctoral. Está colaborando en la labor pastoral de una parroquia en Roma, lleva varios proyectos igualmente pastorales en un ámbito más grande, etc., etc.

De pronto le digo “…todo eso?”, y me responde que lo peor es que debe matricularse en un curso adicional que le vendrá especialmente bien para su labor de regreso a su país natal, cuando termine su paso por Europa. No puedo por menos que decir si va a poder con todo, si tiene vida, si no está agotado, si no le cuesta muchísimo hacer tantas cosas, en fin. A ello me responde de forma escueta: “Es que TODO LO QUE VALE, CUESTA».

En un momento social de tan escasa exigencia personal, donde creemos que la sociedad del bienestar, tan preconizada, nos debe cuidar como a niños indefensos, tener una actitud serena pero exigente sobre lo que podemos y debemos hacer es indispensable. Hay que aspirar a ser más, y la única fórmula válida a ese respecto es el ESFUERZO y el SACRIFICIO.